De niña, mi timidez me impedía decirle lo que le apuntaba en cartitas de amor escondidas por toda la casa. No recuerdo las cartas (ella desovilla para mí esa memoria), pero sí la devoción, que ahora vuelve hecha disfrute en los reencuentros. Mi madre y yo caminamos juntas, nos ponemos al día. La distancia es eso: abrazarla cada seis meses, aunque el teléfono y las redes sociales compriman el Atlántico que nos separa y remonten como un barrilete su versión de cercanía.
¿Qué extraño cuando no estamos juntas? Las ceremonias de la convivencia. Saber qué tal fue su semana, comer algo rico, comentar un libro, que me actualice en qué está el sobrinerío, escucharla pensar. Así que anoto mentalmente todo lo que quiero contarle; voy juntando como ramitas secas impresiones, ocurrencias, listas de series y de novelas, sitios que descubro en Madrid para llevar a mi mamá de paseo.
Cuando mi fervor por compartir estas novedades supera sus fuerzas, se defiende con un “a mi edad…”, pero la coquetería disuelve cualquier precisión sobre la cifra exacta (en su visita anterior fulminó con la mirada a un amigo que osó preguntar por sus años).
Su energía se alía siempre con el futuro. Con la misma libertad con la que me pasaba por alto en la puerta de entrada para ir derechito a besar a mis hijos en su primera infancia (“yo nací para ser abuela”), celebra como un gol propio que el mayor acaba de terminar el bachillerato y es compinche sin fisuras para saborear los planes de la menor, que ha decidido hacer fiesta para sus 15.
Mamá y yo nos reímos mucho juntas. A carcajadas. Pero no son las afinidades lo que distingue nuestra relación, sino el respeto que nos salva de la trifulca al disentir. Que donde no coincidimos nos nombre primero el afecto es el rezo laico que elegimos.
Por qué volvemos siempre como sonámbulos a la infancia, le pregunté hace algunos días a la poeta María Negroni: “Porque no hay nada mejor”, me dijo. Es la patria del asombro. Quizá sea por eso que en la algarabía de tener a mi madre aquí, analógicamente, la abrazo con fervor infantil y a repetición, como los chicos que vuelven, una y otra vez, a mojarse los pies en el mar.